miércoles, 3 de agosto de 2011

AlCatRaZ


¿Qué sensación te deja Alcatraz tras su visita? Llego de un viaje algo atropellado, miles de anécdotas, donde la visita a La Roca me dejó un regusto extraño que aquí trato de exprimir.

Desde 1972, cuando  convirtieron la prisión en parque nacional, la isla de Alcatraz recibe a miles de turistas al año. Las entradas están agotadas para dos meses y se dan avalanchas de visitantes cada dos horas, todos los días. No sé qué lleva a esas personas a querer ver de tan cerca la prisión, yo por mi parte confieso unos gustos internos un tanto macabros: sentí lo mismo al pisar Alcatraz que lo que sentí en Bodie, el pueblo fantasma surgido de la fiebre del oro californiana. Es el mismo respeto que cuando piso un cementerio o un lugar de culto. Me crea cierta desazón, un mareo de inevitable y definitivo que me impulsa a querer comprender cómo vivió esa gente, qué sucesos ocurrieron en ese mismo sitio, qué pensaba la dueña del peine abandonado cuando se lo pasaba por el pelo (Bodie), o qué ideas corrían  por la mente del preso que, tras una semana a oscuras, salía a la niebla del patio de recreo de la prisión. Todo el mundo sabe que la isla de Alcatraz se ubica a escasos kilómetros de la bahía de San Francisco, pero separada por un mar muy frío y de peligrosas corrientes. Precisamente estas fueron las condiciones que llevaron a a convertirla primero en fortificación militar, luego en prisión militar, para pasar definitivamente a prisión federal en 1934. Las celdas son enanas, dos pasos por un paso, un lavabo, un camastro, una celda apiñada junto a otra, un largo pasillo de rejas, un piso sobre otro, y otro, todo rejas hasta el techo, desde el suelo, hasta el fondo. Cuando un nuevo preso llegaba, le hacían pasearse desnudo por el “paseíllo de Broadway” mientras los otros reclusos se burlaban para minar su seguridad. 


El lugar apesta a pescado e insalubridad, y fue por ese viento y oleadas corrosivas que humedecían y oxidaban prematuramente las instalaciones de la “prisión de alta seguridad”, famosamente inexpugnable, que se vieron obligados a cerrarla solo 29 años después de su apertura.




Cuentan que hasta allí trasladaban a los presos de otras cárceles que, por mal comportamiento y para dar una lección, como el que dice “si sigues portándote mal te encerraré en el cuarto oscuro”, aterrizaban sin esperanzas porque, como decían en la entrada “nunca nadie ha podido fugarse de La Roca”, y la mitad de  los presos perecía de muerte “natural”, como por ejemplo Al Capone, totalmente delirante a causa de una sífilis, según cuentan…
Atracadores de bancos, ladrones, violadores y asesinos eran traídos de otras prisiones. Al Capone, Robert Franklin Stroud (el “Hombre Pájaro de Alcatraz”, por cierto, de inteligencia brillante, un intelecto de esos que terminan siendo pasto de psiquiatra), Jose Sierra, James “Whitey” Bulger y Alvin Karpis, quien pasó más tiempo en Alcatraz que cualquier otro recluso. También allí vivía el personal de la prisión y sus familias. Podría deleitarme en la cantidad de intentos de fuga que se dieron, la famosa “batalla de Alcatraz”, intento fracasado por los pelos, el ingenioso diseño de escape que emplearon Frank Morris, John Anglin y Clarence Anglin y el cual (por más que se empeñe el Estado en negarlo) tuvo un éxito rotundo, ni tiburones ni corrientes heladas, si no se supo nada de ellos, ¿no es exactamente eso de lo que se trataba? 

Pero lo que más me llamó la atención fue otra cosa: aparte de estos famosísimos delincuentes, rellenaban las celdas de Alcatraz otros cuantos presos. “Traidores a los Estados  Unidos” (y ya sabemos cómo de patriótica es esta gente), “opositores de conciencia por no aceptar la guerra”,… Mientras me paseaba (me estremecía) por esos corredores, por entre el pasillo para los más perversos, alineadas las celdas oscuras una junto a otra, no paraba de perseguirme el recuerdo de un cuento de Ana María Matute que leí hace poco y que me marcó y que, durante aquel recorrido, se me atragantaba al pensar en los presos (no Alcapone y compañía, sino los otros, aquellos  de los que no se habla y sobre los que pesa un tupido velo). Aquí lo dejo para quien quiera leerlo:

               

                     Pecado de omisión


A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:
-Sí, sí, sí...


CURIOSIDADES RELACIONADAS:

En Estados Unidos, entre 1973 y el 3 de Enero de 2002, 99 presos condenados a muerte se liberaron por detectarse fallos en el juicio y demostrarse su inocencia. Sirva como ejemplo el caso de Juan Roberto Meléndez que fue liberado en esa fecha, después de casi 18 años de prisión. Tras ese tiempo un video olvidado por la policía pudo demostrar su inocencia. Para mostrar los enormes errores judiciales en Estados Unidos, en 1993 el abogado Barry Scheck fundó con un colega el Proyecto Inocencia dedicado a revisar casos judiciales antiguos usando las modernas técnicas del ADN. Desde entonces y hasta el 2005 consiguió liberar a 159 inocentes, de los que 13 estaban condenados a muerte y otros muchos a cadena perpetua. Según este abogado, el inmenso número de errores se debe a que muchos de ellos son provocados intencionadamente, fabricando pruebas u ocultando evidencias, pues a veces es más importante quedar bien encontrando a un supuesto culpable que hacer justicia. Amnistía Internacional es una organización que lucha activamente contra la pena de muerte en todo el mundo y ha conseguido que se prohibía la pena de muerte a menores en algunos estados de Estados Unidos y completa en otros. Otros países donde se ejecuta a gran cantidad de gente condenada a muerte son China, Irán, Cuba, Filipinas, Yemen...


A los 15 años, el napolitano Alfonso Capone, más conocido como Al Capone, robó a un peluquero siciliano del barrio de Brooklyn (Nueva York) y como castigo le rajó las dos mejillas con una navaja de barbería, por cuyas cicatrices le vino el apodo de Scarface (cara cosida). A los 21 años fue a Chicago y, de pistolero al servicio de John Torrio, se convirtió en el "rey de los gangsters" llegando al asesinato directo o indirecto de unas 300 personas. Entre 1920 y 1933 entra en vigor en Estados Unidos la llamada "ley seca", por la prohibición de vender bebidas alcohólicas y Al Capone encontró un gran negocio en el contrabando de bebidas, monopolizándolo durante casi 10 años y donde llegaba a tener más de 25 millones de dólares de ganancias anuales. En 1930 la justicia encontró su punto débil y le condenó a 11 años de prisión, encerrándolo en la prisión de Atlanta y luego en la famosa cárcel de Alcatraz, donde sufrió los primeros síntomas de una parálisis progresiva. En Enero de 1940 fue libertado por su buena conducta y desde entonces vivió retirado en su finca de Florida, en Miami Beach, donde murió de sífilis en 1947 a la edad de 48 años. En la magnífica película "Los intocables de Eliot Ness" (1987) de B. de Palma, protagonizada por el actor Kevin Costner, se cuentan las aventuras del policía que tuvo que enfrentarse a Al Capone.



                                                                    

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