jueves, 17 de noviembre de 2011

Princesa de Patricia Sutherland



Princesa, de Patricia Sutherland.







Sinopsis:
Teresa Tess Gibb es una inglesa culta e independiente que vive en Estados Unidos desde hace quince años. La editorial para la que trabaja en Boston, acaba de nombrarla editora de una nueva colección de la que se hará cargo tan pronto regrese de Londres, de visitar a los suyos.
Pero lo que prometía ser poco más que unas cortas vacaciones en familia, se convierte en un viaje que transformará completamente su vida cuando recuerdos del pasado se entremezclan con la familiaridad del entorno, y Tess se da cuenta que lleva años echándolo en falta.
Todo continúa igual que en sus recuerdos, entrañable y a la vez, irremediablemente pasado: su familia, su casa, su barrio, su hermana -eternamente enamorada del vecino de al lado…
Todo excepto él, Dakota, el vecino de al lado, un anti-héroe por el que Tess se siente inexplicablemente atraída a pesar de ser el amor platónico de su hermana…
Y de ser once años mayor que él.
Es una novela romántica contemporánea. En primer lugar he de decir que no es el género que más me gusta, pero sobre todo por los tópicos en los que caen las autoras. Pero Princesa no es ni empalagoso, ni enrarecido, ni nada de eso. Los personajes me encantan, son redondos, y sientes afinidad. La historia es entretenida y dinámica, no hay un solo momento en que te aburras o puedas dejar el libro apartado para seguir luego. A mi me ha tenido enganchada de principio a fin.
Aquí os dejo una bonita reseña del libro, que por cierto ha tenido muy buena acogida.
Aquí os dejo el booktrailer, una pasada, me encanta, creo que tanto la música como los personajes escogidos  han sido un acierto.


También os dejo el blog de la autora, y por supuesto, el enlace para que podáis comprar el libro, aquí




lunes, 31 de octubre de 2011

El TEMOR DE UN HOMBRE SABIO de Patrick Rothfuss

                                
                              «Todo hombre sabio teme tres cosas:


                                               una tormenta en el mar, 


                                                 las noches sin luna 


                                  y la cólera de un hombre bueno» 




Por fin llega a España la segunda parte de El nombre del viento, de Patrick Rothfuss. Este hombre es profesor de literatura, admirador de las sagas fantásticas, y escritor en la intimidad en sus ratos libres. Hasta que se publicó su primer libro, un éxito de crítica y ventas, y algo tremendo teniendo en cuenta que nunca antes había escrito nada. En realidad sí que había escrito, y lo estamos leyendo ahora. Le ha llevado quince años en la sombra escribir esta trilogía, en mi opinión personal, magnífica, atrayente, adictiva, cuidadosamente escrita, giros de tuerca que no imaginas, unos personajes redondos... pero Kvothe... te encariñas con él desde el primer capítulo de su infancia. Es el antihéroe al que todos encumbran y del que todos hablan, todo el mundo le conoce por rumores, y sin embargo dirías que todo  lo que le ha ocurrido ha sido accidental. No tiene nada que ver  con el Sartán de El ciclo de la puerta de la muerte, Kvothe es un protagonista fuerte, carismático, y que sabe lo que hace, inteligente y valiente, pero joven todavía, al menos en El nombre del viento, el primer libro de esta trilogía. Por los comentarios "echados" al aire que he visto por ahí, esta inocencia suya desaparece en este segundo libro que se estrena... ¡YA! El 4 de noviembre.

No soy (corrijo: era) fan de la novela fantástica. Compré el libro un día en el aeropuerto mientras esperaba mi vuelo, me llamó la atención la portada, la sinopsis me dejó totalmente estupefacta, no había leído nunca una sinopsis tan atrayente, y de pronto lo estaba comprando y diciéndome si estaba comentiendo un error, "¡con todos los maravillosos libros que podría estar comprando, seguro que este no es mi estilo!", pensé. Pues nada más lejos de la realidad. Desde entonces y hasta ahora me declaro seguidora de la épica fantástica, y agradezco a este hombre que me haya abierto un mundo completamente desconocido.

Aquí os dejo el prólogo y los dos primeros capítulos en castellano.

Trailerbook:


                                         ... sin palabras...

domingo, 4 de septiembre de 2011

Por los derroteros de un apagón...

“Asomada a los cristales de la ventana, oyendo rugir fuera el viento y contemplando la oscuridad, casi hubiera deseado que el viento sonase más lúgubre, que la oscuridad fuera más intensa y que el alboroto de las voces de las escolares se elevase de tono todavía más” (fragmento tomado de Jane Eyre, Charlotte Brönte)





Esta mañana me quedé sin luz. Sucede a las 6 a.m., recién levantada, sin velas, con el café haciéndose en una cafetera italiana en la cocina eléctrica. Me encontraba queriendo despertarme frente a mi maleta (en un mes no he llegado a deshacerla), cuando me quedé a oscuras. Vale, no pasa nada, me quedan otros cuatro sentidos. Me arrastré a tientas hasta la cama, donde juraría que había dejado el móvil, única fuente de luz que se me ocurrió en aquel momento. A continuación, ya con la luz del móvil en la mano y alumbrando a medias mis pasos, alcancé la batería del ordenador, en el interior de la funda, y la coloqué para que se siguiera cargando el ebook, del cual pretendía hacer uso durante la mañana. Conseguí vestirme (tampoco es que tuviera mucho donde elegir, pues nuestro uniforme consiste en pantalón corto y camiseta negra con el letrero “kinésithérapeute de Saint Louis” en letras blancas). Luego abrí la puerta. Es una puerta doble con cristales cubiertos por visillos a la que sigue unas contraventanas de madera que en general mantengo abiertas, pero vivo en un estudio a pie de calle, por lo que de noche las cierro. Dan a una pequeña zona de aparcamiento, no suele haber más de tres coches al mismo tiempo. Más allá de este asfaltado, hay bosque, un extenso, frondoso y oscuro bosque de abetos. 





Abro las puertas y las contraventanas y veo la noche desvanecida, el día despertando poco a poco, el justo resplandor para permitirme adivinar los rincones sombreados de escarcha bosque adentro. Ha llovido durante la noche. El silencio y la quietud se acompasan. El ambiente es fresco, pero no frío, y se respira puro. Vapores de hierba mojada y raíces se elevan y penetran mi estudio. Detrás del aparcamiento comienza la línea definida del bosque. Las nubes han bajado y un colchón de niebla blanca se arrastra hacia dentro, por entre los troncos. Gotitas en suspensión te empapan sin darte cuenta. Sin luz, solo el creciente resplandor del cielo, la claridad suavemente filtrada entre ramas, derramando claros plateados, se puede apreciar lo agradable que podría haber sido el lugar de haberse mantenido aislado. Entonces a mis espaldas reverbera un crujido, lo identifico como la cafetera silbando.  ¡Qué maravillosa y sorprendente noticia! El fuego, al ser eléctrico, y ello con todas sus consecuencias, se había apagado al irse la electricidad, pero precisamente por tardar tanto en calentarse y guardar tantísimo tiempo después el calor, incluso apagado, ha tenido el tiempo justito de hacerme el café. Sentada en el escalón con el café en la mano, me imagino cómo sería mi vida sin electricidad. Siento repentinas ganas de leer Jane Eyre, de sumergirme en un mundo acorde con lo que veo, un paisaje brumoso, cielos plomizos y chimeneas acogedoras, corredores profundos, grises y estrechos; y bujías en mano deslizando por las paredes sombras de monstruos.

“Aún brillaba la luna y reinaba la oscuridad. El amanecer
invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañeteaban, aterida de frío.
En el pabellón de la portería brillaba una luz. La mujer del portero estaba
encendiendo la lumbre. Mi equipaje se hallaba a la puerta. Lo había sacado de casa la noche anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas”

 “No llovía, pero una amarillenta y penetrante neblina lo envolvía todo, y los pies se hundían en el suelo mojado. Las chicas menos vigorosas se refugiaron en la galería para guarecerse y calentarse. La densa niebla penetró tras ellas”


Siempre he deseado haber nacido en el siglo XIX. Para mí Midnight in Paris, la última de Woody Allen, fue un descubrimiento. Adoré  la tienda de nostalgia, y me sentí gratamente identificada con las extravagancias y el espíritu entusiasta del protagonista. ¡Cómo hubiera disfrutado encontrarme en París y, en el interior de un carruaje, retroceder en el tiempo, al son de unas campanadas, y vivir por una noche en el París de final de siglo XIX! No adelanto nada, para aquellos que no la hayan visto, pues esto es solo la esencia de la película.

Me dicen que hasta que no se reanude la electricidad no podemos trabajar, por lo que me refugio en mi estudio. Me dan una vela encendida y la coloco sobre la mesa, con la puerta abierta y la cortina echada para que no me molesten. Fuera todavía está oscuro. Me siento en la butaca, acerco el ebook al halo de la llama y comienzo a leer Cumbres Borrascosas.

"He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

-¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

-Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. 


Pase."





domingo, 21 de agosto de 2011

TU HISTORIA, TU DECISIÓN, TU VIDA



Dramatizas poco y ríes mucho, a pesar de tu pésima situación, como aquel que, a la mesa redonda de una apuesta de naipes se tira un farol en la última tirada, lanzando su último recurso al centro e intercambiando en un ruego el favor divino a cambio de nunca más tocar un naipe. Bobadas, dices, tragando de un golpe tu birra entre los humos de tu cigarro liado. Me tocas el hombro en un apretón, sonriendo con desparpajo embustero, dando una palmada de macho y amigo, y te sitúas en la barra para esconder tu cara entre luces, música y humo, tras las gafas de sol que no te quitas, amparado por una película de sudor que te caracteriza y el pelo brillante de olor a fiesta, alcohol y dejadez, arrastrando una estela de vagabundo y un humor exaltado que la gente aprecia, tus “amigos” aclaman al rodearte cuando cuentas una anécdota sin sentido, de la que ríen porque también ellos apuestan y ven tu mundo, atraídos por las rondas que repartes para ganarte adeptos con los que terminar la noche, la eterna juerga, la falta de valentía para enfrentar la vida fuera del universo químico que te secuestró hace un año. Más tarde te seguirán por la puerta trasera del “Nocturna” para encontrarte con ella, huesuda, desmadejada, vestida en un cuerpo de niña que no creció a tiempo y renqueante sobre sus tacones, momificada por tiras de cuero, un fresco decadente pintado en la cara de rímel corrido y labios besuqueados. 

Como desde el principio, te dará lo que necesitas, os  tocaréis la superficie en un intercambio de saliva y sudor para reforzar lo que os une. Tal vez ella gima, le agarres las greñas despeinadas con fuerza y os restreguéis fingiendo deseo aprendido, ella te rodeará las caderas con piernas quebradizas de pollo y reiréis al caer contra la pared, como si fuerais un grafiti más del muro. Pero pronto la coca en tu mano bien agarrada llama más con su silenciosa promesa que la niña en tus manos, y ella rápido encontrará otro cliente proclive a quien encerrar en su vida, tal como hizo contigo, y ambos seguiréis camino hasta la próxima llamada de urgencia a la que ella acudirá como salvadora, droga en mano, prometiendo la cúspide del cielo y el triunfo sin añadir que, al caer, lloras, y que cuando se está en una montaña rusa, a toda subida sigue su bajada.



 



Gema María Azorín

miércoles, 17 de agosto de 2011

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

¡Yo también caí en la tentación!

Ni son libros hogareños ni contienen el realismo mágico que tanto me atrae en Cristina López Barrio o Ángela Becerra. No son policíacos ni romances ni históricos. Es fantasía, pero no épica, y crudamente real. "Para adolescentes"... bueno...Son ADICTIVOS. Comienzas en la sinopsis y terminas con el corazón enterrado en el pecho tras la última hoja del último libro. Bien, no voy a hacer reseña porque, sinceramente, ya existen muchas y mucho mejores que la que pudiera hacer yo, pero sí que me uno a la promoción gratuita y sin ánimo de lucro que se hace de buenos libros a través de blogs creados "porque sí", porque también podemos existir sin la publicidad y de consejos bienintencionados.

Hablo de la saga "Los juegos del hambre" de Suzanne Collins.






Es la hora.

Ya no hay vuelta atrás.

Los juegos van a comenzar.

Los tributos deben salir a la Arena y...

luchar por sobrevivir.


Un pasado de guerras ha dejado los 12 distritos que dividen Panem bajo el poder tiránico del Capitolio. Sin libertad y en la pobreza, nadie puede salir de los límites de su distrito. Sólo una chica de 16 años, Katniss Everdeen, osa desafiar las normas para conseguir comida.
Sus principios se pondrán a prueba con "Los Juegos del Hambre", espectáculo televisado que el Capitolio organiza para humillar a la población.
Cada año, dos representantes de cada distrito serán obligados a subsistir en un medio hostil y a luchar a muerte entre ellos hasta que quede un solo superviviente.

Cuando su hermana pequeña es elegida para participar, Katniss no duda en ocupar su lugar, decidida a demostrar con su actitud firme y decidida, que aún en las situaciones más desesperadas hay lugar para el amor y el respeto.


BOOKTRAILER




Pinchando aquí puedes leer el primer capítulo de Los Juegos del Hambre. 



EN LLAMAS

Es la segunda parte de Los juegos del Hambre

¡ATENCIÓN! La sinopsis contiene spoliers, por lo que aconsejo no leer si no se ha terminado el primero. 


Contra todo pronóstico Katniss ha ganado los Juegos del Hambre. Es un milagro que ella y su compañero del Distrito 12, Peeta Mellark, sigan vivos. Katniss debería sentirse aliviada, incluso contenta, ya que, al fin y al cabo ha regresado con su familia y con su amigo de toda la vida, Gale. Sin embargo, nada es como a ella le gustaría. Gale guarda las distancias y Peeta le h dado la espalda por completo. Además se rumorea que existe una rebelión contra el Capitolio...

SINSAJO

Tercera parte de la saga Los juegos del Hambre


Katniss Everdeen, ha sobrevivido de nuevo a LOS JUEGOS, aunque no queda nada de su hogar. Gale ha escapado. Su familia está a salvo. El Capitolio ha capturado a Peeta. El Distrito 13 existe de verdad. Hay rebeldes. Hay nuevos líderes. Están en plena revolución. El plan de rescate para sacar a Katniss de la arena del cruel e inquietante Vasallaje de los Veinticinco no fue casual, como tampoco lo fue que llevara tiempo formando parte de la revolución sin saberlo.

El Distrito 13 ha surgido de entre las sombras y quiere acabar con el Capitolio. Al parecer, todos han tenido algo que ver en el meticuloso plan..., todos menos Katniss.



viernes, 5 de agosto de 2011

Mujer árbol


        "Los brazos en el cielo para tocar los sueños;
           los pies en la tierra para chupar la vida"

Hallé en las raíces a la disposición.
Empecé a preñarme de nubes, de trinos.
La esperanza como savia invadió todas mis ramas.
 

                                                                
Yo...Mujer Árbol
crecí bajo el cielo.
Mis ramas inventaron
que eran naranjos en flor.
 
 
Si todos fuéramos un poco más "árbol" y los sueños no fueran sólo nocturnos...



miércoles, 3 de agosto de 2011

AlCatRaZ


¿Qué sensación te deja Alcatraz tras su visita? Llego de un viaje algo atropellado, miles de anécdotas, donde la visita a La Roca me dejó un regusto extraño que aquí trato de exprimir.

Desde 1972, cuando  convirtieron la prisión en parque nacional, la isla de Alcatraz recibe a miles de turistas al año. Las entradas están agotadas para dos meses y se dan avalanchas de visitantes cada dos horas, todos los días. No sé qué lleva a esas personas a querer ver de tan cerca la prisión, yo por mi parte confieso unos gustos internos un tanto macabros: sentí lo mismo al pisar Alcatraz que lo que sentí en Bodie, el pueblo fantasma surgido de la fiebre del oro californiana. Es el mismo respeto que cuando piso un cementerio o un lugar de culto. Me crea cierta desazón, un mareo de inevitable y definitivo que me impulsa a querer comprender cómo vivió esa gente, qué sucesos ocurrieron en ese mismo sitio, qué pensaba la dueña del peine abandonado cuando se lo pasaba por el pelo (Bodie), o qué ideas corrían  por la mente del preso que, tras una semana a oscuras, salía a la niebla del patio de recreo de la prisión. Todo el mundo sabe que la isla de Alcatraz se ubica a escasos kilómetros de la bahía de San Francisco, pero separada por un mar muy frío y de peligrosas corrientes. Precisamente estas fueron las condiciones que llevaron a a convertirla primero en fortificación militar, luego en prisión militar, para pasar definitivamente a prisión federal en 1934. Las celdas son enanas, dos pasos por un paso, un lavabo, un camastro, una celda apiñada junto a otra, un largo pasillo de rejas, un piso sobre otro, y otro, todo rejas hasta el techo, desde el suelo, hasta el fondo. Cuando un nuevo preso llegaba, le hacían pasearse desnudo por el “paseíllo de Broadway” mientras los otros reclusos se burlaban para minar su seguridad. 


El lugar apesta a pescado e insalubridad, y fue por ese viento y oleadas corrosivas que humedecían y oxidaban prematuramente las instalaciones de la “prisión de alta seguridad”, famosamente inexpugnable, que se vieron obligados a cerrarla solo 29 años después de su apertura.




Cuentan que hasta allí trasladaban a los presos de otras cárceles que, por mal comportamiento y para dar una lección, como el que dice “si sigues portándote mal te encerraré en el cuarto oscuro”, aterrizaban sin esperanzas porque, como decían en la entrada “nunca nadie ha podido fugarse de La Roca”, y la mitad de  los presos perecía de muerte “natural”, como por ejemplo Al Capone, totalmente delirante a causa de una sífilis, según cuentan…
Atracadores de bancos, ladrones, violadores y asesinos eran traídos de otras prisiones. Al Capone, Robert Franklin Stroud (el “Hombre Pájaro de Alcatraz”, por cierto, de inteligencia brillante, un intelecto de esos que terminan siendo pasto de psiquiatra), Jose Sierra, James “Whitey” Bulger y Alvin Karpis, quien pasó más tiempo en Alcatraz que cualquier otro recluso. También allí vivía el personal de la prisión y sus familias. Podría deleitarme en la cantidad de intentos de fuga que se dieron, la famosa “batalla de Alcatraz”, intento fracasado por los pelos, el ingenioso diseño de escape que emplearon Frank Morris, John Anglin y Clarence Anglin y el cual (por más que se empeñe el Estado en negarlo) tuvo un éxito rotundo, ni tiburones ni corrientes heladas, si no se supo nada de ellos, ¿no es exactamente eso de lo que se trataba? 

Pero lo que más me llamó la atención fue otra cosa: aparte de estos famosísimos delincuentes, rellenaban las celdas de Alcatraz otros cuantos presos. “Traidores a los Estados  Unidos” (y ya sabemos cómo de patriótica es esta gente), “opositores de conciencia por no aceptar la guerra”,… Mientras me paseaba (me estremecía) por esos corredores, por entre el pasillo para los más perversos, alineadas las celdas oscuras una junto a otra, no paraba de perseguirme el recuerdo de un cuento de Ana María Matute que leí hace poco y que me marcó y que, durante aquel recorrido, se me atragantaba al pensar en los presos (no Alcapone y compañía, sino los otros, aquellos  de los que no se habla y sobre los que pesa un tupido velo). Aquí lo dejo para quien quiera leerlo:

               

                     Pecado de omisión


A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:
-Sí, sí, sí...


CURIOSIDADES RELACIONADAS:

En Estados Unidos, entre 1973 y el 3 de Enero de 2002, 99 presos condenados a muerte se liberaron por detectarse fallos en el juicio y demostrarse su inocencia. Sirva como ejemplo el caso de Juan Roberto Meléndez que fue liberado en esa fecha, después de casi 18 años de prisión. Tras ese tiempo un video olvidado por la policía pudo demostrar su inocencia. Para mostrar los enormes errores judiciales en Estados Unidos, en 1993 el abogado Barry Scheck fundó con un colega el Proyecto Inocencia dedicado a revisar casos judiciales antiguos usando las modernas técnicas del ADN. Desde entonces y hasta el 2005 consiguió liberar a 159 inocentes, de los que 13 estaban condenados a muerte y otros muchos a cadena perpetua. Según este abogado, el inmenso número de errores se debe a que muchos de ellos son provocados intencionadamente, fabricando pruebas u ocultando evidencias, pues a veces es más importante quedar bien encontrando a un supuesto culpable que hacer justicia. Amnistía Internacional es una organización que lucha activamente contra la pena de muerte en todo el mundo y ha conseguido que se prohibía la pena de muerte a menores en algunos estados de Estados Unidos y completa en otros. Otros países donde se ejecuta a gran cantidad de gente condenada a muerte son China, Irán, Cuba, Filipinas, Yemen...


A los 15 años, el napolitano Alfonso Capone, más conocido como Al Capone, robó a un peluquero siciliano del barrio de Brooklyn (Nueva York) y como castigo le rajó las dos mejillas con una navaja de barbería, por cuyas cicatrices le vino el apodo de Scarface (cara cosida). A los 21 años fue a Chicago y, de pistolero al servicio de John Torrio, se convirtió en el "rey de los gangsters" llegando al asesinato directo o indirecto de unas 300 personas. Entre 1920 y 1933 entra en vigor en Estados Unidos la llamada "ley seca", por la prohibición de vender bebidas alcohólicas y Al Capone encontró un gran negocio en el contrabando de bebidas, monopolizándolo durante casi 10 años y donde llegaba a tener más de 25 millones de dólares de ganancias anuales. En 1930 la justicia encontró su punto débil y le condenó a 11 años de prisión, encerrándolo en la prisión de Atlanta y luego en la famosa cárcel de Alcatraz, donde sufrió los primeros síntomas de una parálisis progresiva. En Enero de 1940 fue libertado por su buena conducta y desde entonces vivió retirado en su finca de Florida, en Miami Beach, donde murió de sífilis en 1947 a la edad de 48 años. En la magnífica película "Los intocables de Eliot Ness" (1987) de B. de Palma, protagonizada por el actor Kevin Costner, se cuentan las aventuras del policía que tuvo que enfrentarse a Al Capone.



                                                                    

jueves, 30 de junio de 2011

EL DIABLO de Guy de Maupassant


El campesino permanecía de pie, frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La vieja, tranquila, resignada, lúcida, miraba a los dos hombres y los oía charlar. Iba a morir. No se rebelaba, su tiempo había terminado. Tenía noventa y dos años.
    Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, lanzaba su llama caliente sobre el suelo de tierra oscura, sinuoso y aplastado por los zuecos de cuatro generaciones de los aldeanos. También llegaban los olores del campo, traídos por brisa ardiente, olores de hierbas, de trigo, de hojas,quemadas bajo el calor del mediodía. Los saltamontes zumbaban exasperados, llenaban el campo de una crepitación aguda, parecida al ruido de las carracas de madera que venden a los niños en las ferias.
    El médico, elevando la voz, decía:
    —Honoré, no puedes dejar a tu madre sola en este estado ¡Se va a morir de un momento a otro!
    Y el campesino, desolado, repetía:
    —Pero tengo que recoger el trigo. Hace ya demasiado que está segado. Y ahora, precisamente, el tiempo es bueno. ¿Tú que dices, madre?
    Y la vieja moribunda, atenazada aún por la avaricia normanda decía que sí con los ojos y la cabeza, animaba a su hijo a recoger el trigo y a dejarla morir completamente sola.
    Pero el médico se enfadó y, golpeando el suelo con el pie dijo:
    —Eres un verdadero animal, ¿me has oído?, y no te permitiré hacer eso, ¿me has oído? Y si no tienes más remedio que recoger el trigo hoy mismo ¡vete a buscar a la Rapet, demonio, y encárgale que cuide a tu madre! Lo digo yo, ¿me has oído? Y si no me obedeces, te dejaré reventar como un perro cuando tú estés enfermo, ¿me has oído?
    El campesino, alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, balbucía:
    —¿Cuánto cobra la Rapet por cuidar un enfermo? El médico gritaba:
    —¿Y yo qué sé? Depende del tiempo que le pidas. ¡Arréglatelas con ella, diablo! Pero quiero que esté aquí dentro de una hora, ¿me has oído?
    El hombre se decidió.
    —Ya voy, ya voy. No se enfade, señor doctor. Y el doctor se fue, advirtiendo:
    —Ya lo sabes, ya lo sabes: ten cuidado, que yo no bromeo cuando me enfado.
    En cuanto se quedó solo, el campesino se volvió hacia su madre, y, con voz resignada, le dijo:
    —Voy a buscar a la Rapet, ya que él se empeña. Quédate tranquila hasta que yo vuelva.
    Y salió.
    La Rapet, una vieja planchadora, velaba a los muertos y a los moribundos del municipio y de losalrededores. Después, cuando había cosido a sus clientes dentro de la sábana de la que no debían salir más, volvía a coger su plancha con la que restregaba la ropa de los vivos. Arrugada como una manzana vieja, malvada, celosa, avara con una avaricia rayana en lo anormal, doblada en dos como si se le hubiera roto la cintura por el eterno movimiento de la plancha sobre las telas, se diría que tenía una especie de amor monstruoso y cínico por la agonía. Sólo hablaba de las personas que había visto morir, de todas las variedades de muertes a las que había asistido. Y las contaba con una gran profusión de detalles siempre parecidos, como un cazador habla de las piezas cobradas.
    Cuando Honoré Bontemps entró en su casa, la encontró preparando agua con añil, para los cuellos de las aldeanas.
    —Buenas tardes. ¿Qué tal le va, tía Rapet?
    Ella volvió la cabeza hacia él.
    —Así, así. ¿Y a ti?
    —¡Oh! A mí, bien. Es mi madre la que anda mal.
    —¿Tu madre?
    —Sí, mi madre.
    —¿Qué tiene tu madre?
    —Pues que está en las últimas.
    La vieja retiró las manos del agua cuyas gotas, azuladas transparentes le chorreaban hasta la puntade los dedos y caían en el balde.
    Preguntó, con súbita simpatía:
    —¿Tan mal está?
    —El médico dice que no pasa de esta tarde.
    —Pues, entonces, sí que está mal.
    Honoré titubeó. Necesitaba algunos preámbulos para la propuesta que preparaba.  Pero, como no se le ocurría nada, se decidió de golpe:
    —¿Cuánto me llevaría por cuidarla hasta el final? Ya sabe que no somos ricos. Ni siquiera puedo pagarme una criada. Es eso lo que la ha puesto así, a mi pobre madre; demasiado trabajo, demasiadas fatigas. Trabajaba por diez, a pesar de sus noventa y dos años. Ya no queda gente como ella.
    La Rapet respondió gravemente:
    —Hay dos precios: dos francos el día y tres la noche, para los ricos. Un franco el día y dos la noche, para los otros. Tú me darás uno y dos.
    Pero el campesino reflexionaba Conocía bien a su madre. Sabía lo tenaz, lo vigorosa y lo resistente que era. Aquello podía durar ocho días, a pesar de la opinión del médico.
    Resueltamente, dijo:
    —No. Preferiría que me hiciese un precio, vamos, un precio hasta el final. Usted se arriesga y yo también. El médico dice que morirá pronto. Si es así, mejor para usted, peor para mí.  Pero si aguanta hasta mañana o más, mejor para mí, peor para usted.
    La vieja, sorprendida, miraba al hombre. Nunca había tratado una muerte a destajo. Dudaba, tentada por la idea de probar suerte. Después sospechó que la querían engañar.
    —No puedo decir nada hasta que no haya visto a tu madre —contestó.
    —Venga a verla.
    Ella se secó las manos y lo siguió inmediatamente.
    Durante el camino no hablaron nada. Ella andaba de prisa, mientras que él levantaba sus grandes piernas como si debiera, cada paso, atravesar un arroyo.
    Las vacas acostadas en los campos, agobiadas por el calor, levantaban la cabeza pesadamente y lanzaban débiles mugidos a aquellas dos personas que pasaban, para pedirles hierba fresca.
    Al acercarse a su casa, Honoré Bontemps murmuró:
    —¿Y si ya se hubiera acabado?
    Y su deseo inconsciente se manifestó en el sonido de su voz. Pero la vieja no se había muerto. Permanecía echada sobre la espalda, en su camastro, con las manos sobre el cobertor de lana color violeta; unas manos horriblemente delgadas, contraídas, semejantes a animales extraños, a cangrejos, y agarrotadas por los reumatismos, las fatigas, los trabajos casi seculares habían realizado.
    La Rapet se aproximó a la cama y miró atentamente a la moribunda. Le tomó el pulso, le palpó el pecho, la oyó respirar, le hizo preguntas para oírla hablar. Después, la contempló todavía buen rato y salió seguida de Honoré. Su opinión estaba formada. La vieja no llegaría a la noche. Él le preguntó:
    —¿Entonces, qué?
    La mujer respondió:
    —Pues que esto durará dos días, quizá tres. Me pagarás seis ricos por todo.
    Él exclamó:
    —¡Seis francos! ¡Seis francos! ¿Ha perdido la cabeza? Le digo que tiene para cinco o seis horas, no más.
    Y los dos discutieron mucho tiempo, encarnizadamente Como la mujer iba a volverse atrás, como el tiempo pasaba, como el trigo no se iba a recoger solo, al fin él aceptó:
    —Bueno, de acuerdo. Seis francos.
    Y se marchó a grandes zancadas hacia su trigo, tendido en el suelo, bajo el sol pesado que hace madurar las cosechas.
    La mujer entró en la casa.
    Había traído trabajo. Porque, al lado de los moribundos y de los muertos, trabajaba sin descanso, o bien para ella, o bien para la familia que la empleaba en esta tarea a cambio de un suplemento de salario.
    De pronto, preguntó:
    —¿La han sacramentado, al menos, tía Bontemps?
    La campesina dijo que no con la cabeza. Y la Rapet, que era devota, se levantó con vivacidad.
    —¡Santo Dios! ¿Es posible? Voy a buscar al señor cura.
    Y se precipitó hacia la rectoral, tan de prisa que los chiquillos en la plaza, viéndola trotar de aquella manera, creyeron que había sucedido alguna desgracia.
    El sacerdote vino en seguida, con su sobrepelliz, precedido del monaguillo que tocaba una campanilla para anunciar el paso de Dios por el campo ardiente y en calma. Los hombres que trabajaban a lo lejos, se quitaban sus grandes sombreros y permanecían inmóviles esperando que la blanca vestidura desapareciera detrás de una granja. Las mujeres que recogían las gavillas se enderezaban para hacer la señal de la cruz. Unas gallinas negras, asustadas, huían a lo largo de las zanjas, balanceándose sobre las patas, hasta el agujero, que conocían bien, donde desaparecían bruscamente. Un potro, atado en un prado, se asustó al ver la sobrepelliz y se puso a dar vueltas al extremo de la cuerda, lanzando coces. El monaguillo, de sotana roja, iba de prisa. Y el sacerdote, con la cabeza inclinada sobre un hombro y cubierto con su bonete cuadrado, lo seguía murmurando oraciones. Y la Rapet venía detrás, completamente inclinada, doblada en dos, como para prosternarse mientras andaba, y con las manos juntas, como en la iglesia.
    Honoré los vio pasar desde lejos.
    —¿A dónde va nuestro párroco? —preguntó.
    Su jornalero, más sutil, respondió:
    —A llevar el Señor a tu madre, rediez.
    El campesino no se asombró:
    —Ah, pues podría ser.
    Y volvió a la faena.
    La tía Bontemps se confesó, recibió la absolución, comulgó. Y el sacerdote se volvió, dejando solas a las dos mujeres en la casucha sofocante.
    Entonces, la Rapet empezó a observar a la moribunda, preguntándose si aquello iba a durar mucho.
    El día iba declinando. El aire, más fresco, entraba en ráfagas más fuertes, hacía ondear contra la pared una estampa de Epinal sostenida por dos alfileres. Las cortinillas de la ventana, que habían sido blancas y ahora estaban amarillas y llenas de excrementos de mosca, parecían volar, forcejear, querer irse, como el alma de la vieja.
    Ella, inmóvil, con los ojos abiertos, tenía el aspecto de quien espera con indiferencia una muerte muy cercana que tarda en llegar. Su respiración, entrecortada, silbaba un poco en su garganta apretada. Se detendría dentro de un rato, y habría sobre la tierra una mujer menos, a la que nadie añoraría.
    Al caer la noche, volvió Honoré. Al acercarse al lecho vio que su madre vivía aún, y preguntó: «¿Qué tal?», como hacía antes, cuando ella no estaba bien.
    Después despidió a la Rapet, recordándole:
    —Mañana, a las cinco, sin falta.
    Ella contestó:
    —Mañana, a las cinco.
    Llegó, en efecto, al amanecer.
    Honoré, antes de irse a sus tierras, comía la sopa que había hecho él mismo.
    La mujer preguntó:
    Y qué, ¿ha muerto tu madre?
    Él contestó, con un guiño malicioso:
    —Está un poco mejor. 
    Y se marchó.
    La Rapet, presa de inquietud, se acercó a la agonizante, que permanecía en la misma situación, sofocada e impasible, con los ojos abiertos y las manos crispadas sobre el cobertor.
    Y la veladora comprendió que aquello podía seguir así dos días, cuatro días, ocho días. Y el espanto oprimió su corazón de avara, mientras que una cólera furiosa la hacía sublevarse contra aquel bribón que la había engañado y contra aquella mujer que no se moría.
    Se puso a trabajar, sin embargo, y esperé, con la mirada fija en el rostro arrugado de la tía Bontemps.
    Honoré volvió para almorzar. Parecía contento, casi guasón. Después volvió a salir. Realmente, estaba recogiendo el trigo en condiciones óptimas.
    La Rapet se exasperaba. Cada minuto que pasaba le parecía, ahora, tiempo robado, dinero robado. Tenía ganas, unas ganas locas, de coger por el cuello a aquella vieja borrica, a aquella vieja cabezona, a aquella vieja obstinada, y de detener, apretando un poco, aquel leve aliento jadeante que le robaba su tiempo y su dinero.
    Después reflexionó sobre el peligro que corría. Y, con otras ideas en la cabeza, se aproximó a la cama.
    —¿Ha visto ya al diablo? —preguntó.
    La tía Bontemps murmuró:
    —No.
    Entonces la veladora se puso a charlar, a contarle historias para aterrorizar su alma débil de moribunda.
    Unos minutos antes de morir, el diablo se aparecía, según ella, a todos los agonizantes. Tenía una escoba en la mano, un puchero en la cabeza, y lanzaba grandes gritos. Cuando se le veía, era el final, quedaban ya pocos instantes. Y enumeraba todos aquellos a quienes el diablo se había aparecido delante de ella, aquel año:
    Joséphin Loisel, Eulalie Ratier, Sophie Padagnau, Séraphine Grospied.
    La tía Bontemps, conmovida al fin, se agitaba, movía las manos, trataba de volver la cabeza para mirar hacia el fondo de la habitación.
    De pronto, la Rapet desapareció al pie de la cama. En un armario, cogió una sábana y se envolvió en ella. Se tapó la cabeza con el puchero, cuyos tres pies cortos y curvados se levantaban como tres cuernos. Agarró una escoba con la mano derecha y con la mano izquierda, un cubo de hojalata que lanzó bruscamente  al aire para que hiciera ruido al caer.
    Al chocar con el suelo, el cubo produjo un estrépito espantoso. Entonces subida en una silla, la veladora levantó la cortina que colgaba al extremo de la cama, y apareció, gesticulando, lanzando unos gritos agudos desde el fondo del pote de hierro que le tapaba la cara, y amenazando con su escoba, como un diablo de guiñol, a la vida campesina agonizante.
    Enajenada, con mirada de loca, la moribunda hizo un esfuerzo sobrehumano para incorporarse y escapar. Llegó a sacar de la cama los hombros y el pecho. Después, cayó hacia atrás, con un gran suspiro Todo había terminado.
    Y la Rapet, tranquilamente, volvió a colocar en su sitio todos los objetos: la escoba apoyada en el armario, la sábana dentro, el puchero en el hogar, el cubo en la tabla y la silla contra la pared. Después, con los gestos de una profesional, cerró los ojos enormes de la muerta, puso sobre la cama un plato, vertió dentro el agua bendita de la pila, sumergió en ella la rama de boj que colgaba sobre la cómoda y, arrodillándose, se puso a recitar con fervor las oraciones de los difuntos, que se sabía, , por su oficio, de memoria.
    Y cuando Honoré volvió, al atardecer, la encontró rezando, y calculó en seguida que ella le había ganado un franco, porque sólo habían pasado tres días y una noche, que en total hacían cinco francos, en lugar de los seis que él le debía.